Ella ni siquiera llamó a la puerta —sin duda alguna está acostumbrada a ignorar límites y convencionalismos—, la abrió como si estuviera en sus dominios y se introdujo en mi oficina. La súbita entrada de esta bella desconocida no me tomó por sorpresa, pues fui advertido por el acompasado sonido de sus tacones a lo largo del pasillo, tras su salida del elevador.
Yo me encontraba matando sin piedad los minutos en mi oficina, leyendo una tira de Popeye y contemplando la acumulación de polvo sobre mi archivero. Esperaba el mediodía para salir desganado a ver al encargado de la perrera del condado, Joe Salchichas, un fulano de casi media tonelada con más perversiones en su cabeza que grasa en la panza.
De manera indiscutible, Joe Salchichas es más despreciable que la peor descripción que pudiera hacerse de él; por desgracia, es el primer ente al que tengo que recurrir cuando busco un perro perdido, siempre con la esperanza de que todavía no haya materializado sus desviaciones con el can.
Tenía que consultar a Joe para iniciar la búsqueda del cocker spaniel de una familia apellidada Pierce, de Glendale. Papá, mamá —de esculturales piernas— y dos niñas, quienes durante su paseo de fin de semana en Los Ángeles fueron, contra toda su voluntad, espectadores de un acto perfecto de escapismo, a la Harry Houdini, ejecutado por su perro.
Eran las 11:11 horas de un lunes sin complicaciones cuando la decidida dama de los tacones acompasados entró en mi oficina. “¿Ben Sherman?”, me preguntó con una voz grave y muy seductora, mientras yo me comenzaba a poner de pie detrás de mi escritorio. Ella cortó de súbito mi elevación, pues de inmediato tomó asiento en una de las dos sillas destinadas a mis clientes.
El vidrio opaco de la puerta en mi oficina aún muestra la leyenda: “Ben Sherman & Will Spears. Investigadores privados”. Ben era mi socio… era, pues tenía dos días de fallecido. Era, también, mi tercer socio asesinado en tan solo 18 meses. Una marca que no otorga ni media gota de orgullo.
El cadáver de Ben Sherman fue descubierto la madrugada del sábado en un sórdido callejón, entre pestilentes botes de basura. Una vagabunda que se acompaña de muchos gatos buscaba alimento para ella y sus felinos, y en vez de sardinas encontró el cadáver de Ben.
La vagabunda es una anciana que, sin importar el clima, lleva puesto un gorro de estambre negro en el que incrusta dos grandes agujas de tejer, con las que se defiende en caso de necesidad. Es una vieja generalmente pacífica, pero hay un dicho por sus andurriales: no te metas con la loca de los gatos, o terminarás ensartado.
Pero Ben Sherman no sufrió un ataque de ganchillo, sino que su pase al otro mundo fue cortesía de cinco balas calibre 38. Ben investigaba un caso de apuestas clandestinas en el Lucky 7, un popular garito ilegal regenteado por personajes pesados de Los Ángeles, entre ellos el flamante fiscal de distrito, cuyo porvenir se anuncia tan prolongado como el de un anciano de 111 años.
Ben fue contratado para ese caso por una rubia vulgar que quería recuperar unos dólares —en cantidad expresada con cinco dígitos— que juraba le habían birlado en ese antro.
Pero la dama que tenía ahora frente a mí no era rubia, y mucho menos vulgar. Su fino porte me golpeó como derechazo del campeón mundial de pesos pesados. Esta mujer es la imagen que deberíamos evocar al toparnos con la palabra deslumbrante.
Tenía aproximadamente 27 años y 1.67 m de estatura. Vestía un traje blanco, fino, elegante y a la medida, muy apropiado para esa anatomía que es una bendición exagerada de Mamá Naturaleza. Calculé que su traje valdría al menos tres meses de mi trabajo a tiempo completo.
De su sombrero ladeado, a juego con el traje, salía su sedosa cabellera, larga y roja, que enmarcaba sus ojos verdes delirio y unos labios entreabiertos que tenían el tono escarlata de los besos de lava. Su maquillaje discreto acentuaba unas facciones que, honestamente, no requieren de artificios ni colorantes. Al ver su rostro terso supe que jamás podría borrarlo de mi mente.
“Ehhh, no, lo siento, Ben Sherman ya no es parte de este negocio, de hecho ni siquiera respira. Soy Will Spears, ¿qué puedo hacer por usted?”, le contesté, mientras recuperaba mi ritmo cardíaco y hacía esfuerzos por controlar un cosquilleo en mi bajo vientre.
“¡Oh!, Señor Spears, tiene que ayudarme”, me dijo con un desamparo de huérfana dickensiana, tan convincente como para darle el Oscar del año.
“Me encantaría ayudarla, señorita…”, le dije, esforzándome por lucir frío y estoico como un bacalao.
“¿Cuáles son sus honorarios señor Spears?”, me espetó de inmediato con una sonrisa tan seductora como gélidas eran sus pupilas, que apuntaba sin piedad a mis ojos.
“Depende del caso, pero básicamente suelen ser 27 dólares al día, más gastos extra que pudieran generarse, todos ellos comprobables y detallados. Prefiero mantener a mis clientes satisfechos en vez de intentar sacarme la lotería inmediata a sus costillas. Por favor dígame qué podría hacer por usted, señorita…”, le expliqué y me sorprendí utilizando por segunda vez la detestable fórmula de inquirir un nombre a través de puntos suspensivos.
“Se trata de un broche de jade”, dijo ella como si se estuviese refiriendo a una bagatela, “una antigüedad viejísima como los jarrones de las dinastías Ming, Mang, Mong o Fu que se mencionan en las películas, pero mucho más valiosa. El raro broche tiene forma de colibrí y me lo me robaron ayer. Su trabajo es demasiado sencillo señor Spears, pues sé quién me lo robó. Usted únicamente debe encontrar a esa persona y devolverme la joya. Pan comido”.
“El pan comido suele atorarse en la garganta, especialmente cuando lleva en su relleno cosas de valor”, le contesté, alertando mis sentidos. Evité mencionarle que si todo era tan sencillo, por qué no se lo encargaba a su mayordomo, jardinero o admirador predilecto.
“Troy Brady es la persona que robó mi colibrí de jade”, dijo ella, ignorando mi comentario panadero. “Troy era mi prometido hasta que descubrí que además de ser un tipo divertido, es también un mujeriego adicto al juego, cuya afición principal es perder dinero ajeno en garitos marginales. Actualmente, se la vive en un lugar llamado el Lucky 7, está allí desde que se pone el sol hasta el amanecer. Yo me había obsesionado… hmmm… encaprichado creo que sería el término más exacto, con ese hijo de puta… disculpe mi francés, señor Spears. Troy es un bastardo muy carismático, y tan convincente que podría fácilmente vender docenas de abrigos de visón en el Caribe. Gracias al cielo descubrí a tiempo que únicamente estaba detrás de mi dinero. Por cierto soy Laura Turner”.
“¿Turner, como en Robert Turner?”, le pregunté, mencionando el sagrado nombre del magnate de los periódicos, el Robert Turner propietario de la mayoría de diarios y estaciones de radio en el Oeste de los Estados Unidos, y de una buena tajada de California. Un nombre cuya mención hizo que mis alertas internas sonaran como las del Departamento de Bomberos de Los Ángeles si Nerón resucitado le diera una calentada a Hollywood.
“Sí, Robert Turner, es mi padre. ¿Ahora le queda claro qué es lo que realmente buscaba Troy de mí y por qué recurro a usted en vez de ir a la policía?”, dijo la vampiresa con clase, mientras con el pulgar de su mano derecha jugueteaba con las puntas de los demás dedos de esa delicada mano, algo que me hizo pensar en el movimiento de cola de un felino cuando acecha a su presa.
Me vi tentado a mandar de paseo a mi intuición y aceptar el caso sólo por estar cerca de esta mujer. Pero, aunque Laura Turner no había sido quien contrató a Ben Sherman, el hecho de que llegara a mi oficina otro caso relacionado con el Lucky 7 era una coincidencia con sabor demasiado artificial. La sensatez me recordó que combinar una alhaja valiosa, el mundo del juego en California, una mujer cuyo porte es capaz de parar el tránsito de cualquier avenida y un magnate despiadado, garantizaba un platillo más letal que ejecutar el baile cosaco con un vaso de nitroglicerina dentro del sombrero.
Por esta mujer, cualquiera de mis tres exsocios habría aceptado el caso sin pensárselo dos veces, pero los tres terminaron haciendo una fría escala en la morgue y yo estaba aquí, escuchando a Laura Turner y tratando de bajarme la temperatura.
“Lo siento señorita Turner, no puedo aceptar su caso, ya que…”, comencé a decir con solidez de jalea.
“Spears, escúcheme bien, no acepto negativas de ninguna clase”, me interrumpió convirtiendo sus pupilas en lanzallamas, “estoy dispuesta a pagarle 50…, 70…, ¡80 dólares al día!”.
Aquí estaba esta lindura, acostumbrada a comprar cualquier cosa que le viniera en gana. “No lo tome a mal, y mucho menos de manera personal señorita, pero yo me limito a aceptar cierto tipo de casos. Por ejemplo de mascotas perdidas, principalmente caninas, excluyendo animales exóticos y salvajes, y jamás, JAMÁS, reptiles. Con un poco de reticencia, también acepto casos de infidelidad conyugal, pero sólo de clientes dentro de un rango que va de los vendedores ambulantes hasta los contables grises de negocios aburridos, que debido a su autoestima subterránea mueren de celos por sus esposas. ¡Ah!, y suelo aceptar ocasionalmente trabajos de seguridad en hoteles donde por cada huésped hay al menos 967 cucarachas. Cosas así. En otras palabras me centro en casos que no impliquen un riesgo para mi vida”, le explicaba a la señorita Turner en lo que me puse de pie y me acerqué a la ventana, ubicada a espaldas de mi sillón, para mirar hacia la calle y liberarme un poco de la mirada hechicera de esta mujer.
Llegué a la ventana, elevé completamente la guillotina de la persiana y miré hacía la calle. Noté que afuera todo transcurría en aparente normalidad. De la tienda de licores, frente a mi oficina, salía uno de los borrachos habituales con su vicio en una bolsa de papel de estraza, los transeúntes de siempre caminaban por las aceras al ritmo acostumbrado y el tránsito de autos variopintos era el regular de ese horario. Un panorama cotidiano, excepto por dos elementos.
El primero: un lujoso auto que me recordó las grandes embarcaciones turísticas que se niegan a aprender la lección del Titanic. El vehículo se hallaba aparcado precisamente afuera del edificio de mi oficina, con un chófer al volante esperando con la santa paciencia de una ostra. “La carroza de la princesa Turner”, me dije.
El segundo elemento inusual estaba recargado en el poste de luz de la esquina de la tienda de licores. Era un gorila semihumano —¿o humano semigorila?— como de dos metros de altura, y cuyo vocabulario seguramente se limitaba a 13 palabras. Una masa musculosa embutida en un traje azul marino con líneas verticales, que le hacía lucir como una salchicha de Joe expuesta al sol del desierto de Mojave. Muy probablemente se trataba del típico pugilista fracasado convertido en matón, a las órdenes de alguien con poder. La habitual forma de ganarse la vida para esta clase de perdedores. ¿Sería compinche de Troy Brady, un empleado del Lucky 7, un rufián a sueldo del fiscal o de Robert Turner?, ¿quizás un enamorado despechado de Laura? En el instante en que miré por la ventana sorprendí al King Kong de traje azul mirando hacia mi dirección. Cuando se dio cuenta de que lo pillé vigilando mi ventana, giró de inmediato su cabezota hueca hacia otro lado y se reajustó el sombrero para ocultar sus ojos de mi vista.
“Señor Spears… Will… algo me dice que eres la persona indicada para ayudarme, y mi intuición jamás me falla. Por favor, estoy dispuesta a pagarte 100 dólares al día, mas gastos. Incluso…”, me decía Laura Turner.
La pausa abrupta tras su incluso… me sacó de mis observaciones callejeras y me volví para mirarla. Una vez con mi atención en su rostro, ella retomó su discurso:
“…incluso estoy dispuesta a aceptar cualquier condición que me impongas. Lo que quieras, Will. Te necesito, en verdad te necesito”.
Su voz era ahora una súplica cadenciosa, revestida de ternura mezclada con desamparo. Sus pupilas olvidaron el frío y las llamas infernales, para ahora ser un tibio refugio de montaña en medio de la peor tormenta de nieve. Su canto de sirena comenzaba a convencerme para ser el caballero galante de esta damisela en apuros.
Mi corazón se aceleró de nuevo y sentí otra vez cosquillas en mi bajo vientre. Tragué saliva y pensé en sacar un cigarrillo para tranquilizarme, pero no lo hice, temiendo que mis nervios hicieran bailar al cigarrillo una conga eufórica entre mis dedos. Tragué saliva, rogué al Dios en el que nunca he creído que le diera temple mi voz y respondí:
“En verdad lo siento señorita Turner, créame, no puedo aceptar su caso. De haber usted venido tan solo tres días antes, mi socio Ben la hubiera ayudado con mucho gusto…”, mi inesperado aplomo al decir esto me hizo sospechar que quizás Dios existe.
“¡Maldita sea Spears! Eres un puñetero mediocre, timorato cobarde de mierda, miserable puta barata…”, me gritaba la señorita Turner, transformándose de refugio invernal en arpía que vomita torturas en francés (para utilizar su cargante eufemismo).
“Le ruego que se calme señorita, posiblemente tenga razón en eso de mediocre y puta barata, pero le aseguro que no soy un cobarde. Simplemente me dedico a aceptar asuntos que no exigen mi inmolación y, créame, aún tengo intenciones de seguir pagando mis impuestos al Tío Sam por un buen tiempo”.
“¡Jodido gallina malparido!”, me gritó. Tanta violencia verbal me curó de inmediato el nerviosismo, y con la seguridad recuperada le dije:
“Lo siento mucho. Son principios de supervivencia, señorita Turner, no me interesan los casos como el suyo. Pero puedo recomendarle un buen detective que no se negará a ayudarla, su oficina se ubica cerca de aquí, en Cahuenga…”.
“Puede meterse su detective por el…”, comenzó a espetarme la bella energúmena.
“…se apellida Marlowe…”, le dije interrumpiendo sus palabras de tendencias cóncavas y regresando a mi escritorio para buscar la tarjeta del tal Marlowe, que guardaba en el cajón para situaciones como esta, “… créame, señorita Turner, Ryan Marlowe, es un excelente tipo con una ética tan enorme como un Ménage à trois de ballenas azules…”
Mi frase en francés verdadero la tomó por sorpresa. Algo desconcertada, Laura Turner detuvo su tormenta.
“Por favor, señorita, no se haga una mala impresión, Ménage à trois y merci es lo único que conozco del idioma de Napoleón, lo aprendí por necesidad en El Paraiso de Madame Cora, un modesto putero jamás visitado por gente importante. Aquí tiene, Marlowe, ¡ah, parece que me equivoqué con el nombre de pila! Pero aquí tiene su tarjeta. Es un sujeto estupendo. Estoy seguro de que la ayudará”.
Laura me arrebató con violencia la tarjeta que le extendí a través del escritorio. Me asombré del magnífico termostato interno de esta dama cuando sus pupilas se tornaron gélidas otra vez y me miró intensamente a los ojos, para suministrarme el mudo insulto final, ese que se arroja cuando se agotaron las palabras hirientes.
Yo recibí la estocada chaplinesca del mismo modo que las habladas, sin inmutarme. Aguantar la peor imprecación siempre será mejor que permitir que uno sea la sede del próximo carnaval de balas en Los Ángeles.
Laura Turner se puso de pie y de inmediato se fue de mi oficina, sin expresar nada más. El contoneo de su cuerpo al alejarse volvió a provocarme un leve cosquilleo que aplaqué con la bravura del domador estrella de Barnum & Bailey.
Escuché sus pasos desapareciendo en el pasillo, eran las voces de una oportunidad perdida que me dejaba tan vacío como el interior de la ballena de Pinocho.
Me puse de pie, y me asomé a la ventana. La vi abordar el crucero con neumáticos, que el chófer encendió tan pronto la vio fuera del edificio y de inmediato se puso en marcha con dirección a Cahuenga.
Tras la desaparición del auto admirable, de la admirable señorita Turner, miré hacia el poste de la esquina de la licorería. El King Kong de traje azul también volteaba hacia donde se había ido el lujoso vehículo, y una vez que este se hubo perdido de vista giro su cabeza hacia mi ventana, bastante confundido, ignorando qué acción tomar. Yo sonriendo y mirando a sus ojos de bruto dubitativo, utilicé el índice de mi mano derecha para indicarle la dirección en la que había desaparecido la nave de Turner, y con la cabeza le hice un gesto que hasta él pudiera interpretar como anda, síguela.
El bruto hizo lo que le sugerí. Y espero no volver a verlo jamás.
Así se cierra mi insignificante participación en el caso del colibrí de jade.
De regreso a mi escritorio, enciendo un cigarrillo y antes de ponerme en camino para mi desagradable visita a Joe Salchichas y dar inicio al caso del cocker spaniel de Glendale, pienso que jamás podré borrar de mi mente el rostro de Laura Turner, ni su frase de miserable puta barata. La memoria suele estar de más en mi profesión.

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