Mula o camello, las malas intenciones juegan con tu pelo, alguien de rodillas desgastadas realiza el trabajo sucio, mientras los listillos viven en el paraíso liviano de su ignoracia. Comes o te comen, la cadena alimenticia de los desperdicios eslabonados.
Nerones de baja estofa salen a comprar réplicas doradas de estatuas grecorromanas para adornar las fuentes de sus jardines que expelen aguas a ritmo de música popular de la región sur del norte. Ellos también están perdidos, aunque tengan el trono y el cetro, que arrancaron con violencia a sus antecesores. Ellos no saben más que tú o que yo, y se enuentran tan extraviados como cualquiera.
No creo en la naturaleza superior de la humanidad, no me interesan las luchas de sexos ni de géneros, de razas o rezos, de especies o especias; me vale un pito también lo que se inventa por la mañana para ser descartado en la noche.
No creo en el dios antropomorfo de barba larga que así como ama a sus hijos con la mayor ternura, los odia y castiga con cólera rabiosa. Ese era Zeus, supongo, y tampoco creo en él.
Locura y enfermedad, ambición e ignorancia. El que más presume saber siempre es el más idiota. Sé que hay caminos rectos y corazones puros, los he visto; pero también sé que cada vez son menos los que se libran de torcerse y ensuciarse. Muy pocos son los que mantienen el equilibrio en esa cuerda a 100 metros de altura, por donde sólo las águilas se atreven.
También sé que de todos modos todos caeremos. Fosa u horno, cenizas o gusanos, flamas o bestias marinas, algo de eso nos espera cuando desaparece nuestro cuerpo y liberamos nuestra anónima energía. Todos tenemos contados los días, y en el último nada de lo que hayamos hecho o dejado de hacer contará. Lo que hacemos sólo sirve de algo mientras vivimos, nomás para darle una especie de sentido a nuestra existencia, en sí misma absurda.
Tras el último suspiro, sólo frío y tinieblas, pera después ser parte del infinito hueco llamado nada.