Las tres desgracias

En el gimnasio público (el club de los herculitos enclavado en un gran parque), los fisiculturistas del tercer mundo hacen culto a sus propios cuerpos. Altares de pellejo en el cuerpo mismo de sus propios sacerdotes. Además del ansia de tener un cuerpo desarrollado, todos comparten otra cosa en común, salvo los abiertamente homosexuales, como si fuera condición de herculito, casi todos suelen «alborotarse» ante la vista de una mujer (y no deja de ser curioso que los que más se alborotan son los gais de clóset, supongo que de esa manera quieren mostrar al mundo que son muy machos). A veces al club llegan mujeres, supuestamente a ejercitarse, pero principalmente llevan la intención de desencadenar huracanes, lluvias de piropos, silbidos lobunos y poner a calentar unos huevos sin baño María. En resumen, las más de las veces que una fémina entra al club de los herculitos es con el fin de ser alabada, comida con las miradas, piropeada, silbada y despertar pasiones subterráneas. Lo más seguro es que esa era también la intención de las tres desgracias…

Eran tres mujeres, jóvenes al parecer, semejantes a arañas salidas de debajo de una piedra, cada una con un rostro similar al de alguien que se hubiera topado en el peor momento con el campeón mundial de los pesos pesados y ser receptáculo de su furia. Rostros parecidos a los de las copias baratas de ídolos prehispánicos que venden afuera del museo de antropología e historia, «artesanías» que bien pudieran denominarse de zoomorfia y escoria.

Dejando de lado los rostros, que quizá una discreta máscara pudiese disimular, hablemos de los cuerpos de las tres desgracias, todos ellos el resultado de años de negligencia respecto a la salud, de consumo industrial de comida chatarra, de frituras tragadas abundantemente a deshoras y de un desdén absoluto por los gritos de alerta que suelen lanzarles las básculas. Cuerpos que hacen pensar en el barro de mala calidad despreciado por el alfarero divino y arrojado con hastío hacia un rincón del taller del Cielo, al altar de la escatología. Tres seres como la mascota/logotipo de Michelin, pero con llantas ponchadas y quemadas, o la mascota de pillsbury mal horneada.

Una mañana, las tres desgracias se enfundaron, aunque sería mejor decir que se embutieron, en ajustadas ropas deportivas, que permitían apreciar mejor la falta de simetría en sus voluminosos, desbordantes y boludos cuerpos. Se arreglaron el cabello lo mejor que pudieron y fueron al club de los herculitos dizque a ejercitarse, pero en realidad para conseguir suspiros y halagos de los hombres que allí se reúnen cada mañana, tal como han visto que sucede con otras féminas en ese club.

A su llegada, las tres desgracias llamaron la atención: un silencio tétrico y sepulcral, frío como la buena venganza, similar al que ocasionan los auténticos hermanos siameses o la mujer barbuda del circo. Ni un solo silbido, ni un solo piropo. Hasta las burlas y mofas fueron perdonadas. Las tres desgracias pensaron que habían causado una honda impresión, y en realidad lo hicieron, pero de manera negativa.

Como si estuvieran leprosas, todos los herculitos se alejaron de cualquier lugar que las tres desgracias ocupaban, no importa a donde fueran éstas, los musculosos se retiraban a otras áreas distantes, incluso sucedió en los aparatos que siempre suelen estar ocupados con excesiva demanda hercúlea.

Las tres desgracias notaron con profunda pena que no obtuvieron el resultado esperado. Su motivación cayó, y se fundió en el ardiente núcleo de la Tierra. Tras diez minutos de intentos de ejercicios las tres desgracias decidieron irse de allí, bastante amoscadas. Deprimidas se fueron a casa, a refugiarse en su rutina y costumbre: comer compulsivamente los alimentos de la peor calidad existente mientras se estupidizan con dosis de televisión hecha por subnormales para subnormales. Nunca más, como dijo el cuervo, intentaron ponerse en forma las tres desgracias.

las tres gracias
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