Casi en Navidad

El frío es el mensajero que anuncia la cercanía del fin del año. Algunas de estas personas que llenan este lugar son seres previsores, precavidos y, en ocasiones, prevaricadores ya han hecho sus compras con la anticipación que de ellos se espera (son ese tipo de seres que cuando duermen en un hotel programan dos despertadores por si acaso la operadora no los despierta a tiempo), aunque el resto de personas no es así y éstas hacen legión.

En este parque varios niños corren y juegan, sin siquiera imaginar que en algunos años más entenderán y reproducirán en carne propia los rostros aburridos de sus padres.

Un anciano sentado en una banca manchada con excremento de palomas, piensa en el final del Dr. Zhivago, que si este doctor ruso hubiese preferido caminar en vez de viajar en colectivo, quizá no hubiera divisado a Lara y hubiera vivido al menos un poco más. Sí, también si Benito Juárez no hubiera muerto, todavía viviría.

Frente al anciano pasó un vagabundo dando tumbos, haciendo eses y haciendo pensar en heces a quien lo vio. Sus grandes zapatos sin cordones no llevaban el ritmo de la batería de la canción que un joven presuntuoso escucha a todo volumen en el estéreo de su auto último modelo. El joven y el vagabundo están incomunicados en islas propias, la principal diferencia entre ellos es que mientras uno hiede a Carolina Herrera el otro apesta a orines viejos y alcohol barato.

La cabeza de Albert Einstein mira todo sin virar, con ojos puestos en el relativo infinito de la nada, pues es de bronce.

En una esquina cercana se subastan canastas navideñas, cada una de las cuales incluye una botella de bebida cuyo consumo en exceso suele transformar naturalezas y desinhibir lenguas.

Una hermosa rubia mira las canastas y piensa en estos efectos, recordando la fiesta de Fin de Año que celebró en su oficina el viernes anterior. Allí, uno de los gerentes, con arrojo etílico, le declaró su amor y le propuso cosas que iban desde que dejaría a su actual esposa, hasta ponerle a la rubia un lindo departamento en una zona cotizada. La rubia sonríe al recordar esa estupidez, todos los tipos con que ella se topa son igual de viles y canallas.

La sonrisa de la rubia es tan natural que en comparación hizo resaltar la grotesca mueca sonriente del gay maduro que sin reparar en gastos (que en realidad no estaban descompuestos) compra la canasta más cara de las que se venden.

La sonrisa de este hombre es tan artificial como el sueño de una tarjeta de crédito, y todo por causa de lo que él considera amor. Hace apenas tres años se había sometido a una cirugía plástica para rejuvenecer su rostro, con un médico de honorarios altos y ética baja.

El gay maduro había decidido rejuvenecerse el rostro para agradar a un joven que le agradaba. Al final de la operación, los extremos de la boca del maduro casi tocaban sus orejas, dándole una especie de sonrisa da sardina sardónica perpetua. El joven causante indirecto de esta transformación, vivió con el maduro un tiempo y luego se largó, llevándose no sólo cosas sentimentales de la relación. Ahora el maduro intenta hacerse de un nuevo amor obsequiando cosas caras y evitando otra transformación.

El anciano se levanta de su banca, buscando a su Lara, y se dispone a regresar a casa, pues la temperatura descendió con el sol y la noche comienza ya a reclamar sus dominios.

Un padre de familia aburrido llamó a sus dos niños, mientras observa a la linda rubia y se imagina  que se aproxima a ella para proponerle que por su amor él es capaz de dejar a su mujer; pero es un simple pensamiento inspirado por la lascivia, un ladrido al Quijote emitido por perros que jamás existieron, así que al final no hace nada más que volverse a casa con sus dos vástagos.

El tiempo sigue su camino y en dos días será lunes de nuevo, si Dios quiere (y por lo general lo quiere).

einstein

12 horas

Doce horas seguidas de dormir, sin soñar. Como un tronco, como una piedra que no rueda, que a lo más sólo gira sobre su propio eje. Doce horas en apariencia improductivas. Despertar con un mareo por el exceso de descanso y los ojos hinchados como ligeramente golpeados por el campeón de los pesos más pesados. Moverse se siente al principio difícil, como si por una amnesia uno hubiese olvidado la manera de hacerlo, pero poco a poco se aplica la de Galileo (“y sin embargo…”). Doce horas de olvido, fuera de este mundo de amarguras y maravillas, de horripilancia y belleza, de fanatismo e indiferencia. Ausente, estando allí, ajeno a todo. Y al despertar, lejos de sentir la frescura y la energía recuperadas, sólo queda un gran cansancio por haber dormido tanto. Que ironía.

doce horas

Doce horas seguidas de dormir, sin soñar. Como un tronco, como una piedra que no rueda, que a lo más sólo gira sobre su propio eje. Doce horas en apariencia improductivas. Despertar con un mareo por el exceso de descanso y los ojos hinchados como ligeramente golpeados por el campeón Mundial de los pesos más pesados. Moverse se siente al principio difícil, como si por una amnesia uno hubiese olvidado la manera de hacerlo, pero poco a poco se aplica la de Galileo (“y sin embargo…”). Doce horas de olvido, fuera de este mundo de amarguras y maravillas, de horripilancia y belleza, de fanatismo e indiferencia. Ausente, estando allí, ajeno a todo. Y al despertar, lejos de sentir la frescura y la energía recuperadas, sólo queda un gran cansancio por haber dormido tanto. Qué ironía.