Un bufón sin gracia. Bufón que no hace reír a nadie más que al dios, quizás porque aquél es obra de un humor de tinta, otro puno final al sinsentido de la vida.
Un bufón cuyas principales preocupaciones son el clima y el éxito, el dinero y los aplausos; para quien el último recurso es el “pégame, pero no me ignores”. Con desesperación ese bufón necesita que alguien acredite su existencia.
Si el bufón fuera como los lobos, que sólo se preocupan por la barriga llena y por su siguiente presa, otro gallo le cantaría; a menos, claro está, que el gallo fuera la cena de la manada lupina.
La luna observa, pero calla. Tú también guardarías silencio si, como ella, hubieses visto las mismas funciones —una y otra vez— en este teatro al aire libre. Las últimas palabras que la luna dejó salir del cerco de sus dientes fueron: “no hay nada nuevo bajo el sol”. Desde entonces únicamente silencio sepulcral de la luna.
El bufón, sin fuerzas y con el agotamiento semanal de lumpen enlatado, ruega cada noche al cielo para que lo releven de su cargo y lo alivien de su carga. Pero aquél que debiera autorizar ese consuelo, expidiendo copias por triplicado, tiene la clemencia de un usurero.
El bufón es demasiados siglos más joven que la luna (diríase con más propiedad que es cientos de milenios más joven que el satélite, pero las matemáticas no son mi fuerte, pues les tengo fobia desde que supe que sólo sirven para engañar y hacernos creer que hay lógica y sentido una vez que hemos nacido, y que estos motivos perduran aún después de que nos echan a la tumba), y a pesar de la diferencia de edades ha decidido tomar la misma determinación: callar discretamente como lo hacía Scheherezada al terminar un cuento.
El bufón ya no dirá nada, seguirá el ejemplo de quietud absoluta que nos da la luna. Ella ha visto muchas veces a demasiados personajes tomar esta misma determinación. La misma historia para la luna quien, como el dios, ya ni siquiera se inmuta.