Doña Trini era feliz, estaba llena de vida a pesar de encontrarse más cerca de los 89 que de los 69… cronológicamente hablando. Ella siempre presumía que era fogosa por ser signo Escorpión, y que no podía estar sin hombre, y que se llamaba Trinidad porque tenía el ardor de tres mujeres y porque la vida sin amor no es vida.
Doña Trini estaba sana, aún salía a bailar, a divertirse, cantaba y también seguía practicando el salto mortal combinado con el águila extendida con su pareja. Su último galán, como todos los anteriores (exceptuando su difunto marido), no estaba casado con ella, y ella sabía que eran sus ahorros de toda la vida lo que más le interesaba a su hombre, pero a Doña Trini esto no le importaba, pues gracias a él ella era feliz y estaba llena de vida.
Pero los hijos de Doña Trini no veían bien que su venerable madre estuviera tan contenta y llena de vida con un vividor que además era más joven que ella (cinco años pueden no parecer mucho, pero al fin y al cabo él era más joven).
Doña Trini engendró a sus hijos dentro de su único sagrado matrimonio, ella siempre se preguntó cómo pudo haber parido seis vástagos con un hombre tan débil y frío como lo fue su esposo, pero de inmediato lo explicaba diciendo que ella había tenido fuego suficiente por los dos. El único marido de Doña Trini había muerto hacía ya mucho tiempo, dejando entonces una viuda joven, con una buena cantidad de dinero y grandes extensiones de terreno en un lugar que es hoy muy cotizado y comercial.
Los años pasaron y varios amantes desfilaron por el lecho de Doña Trini, a cada uno de ellos lo conoció en las reuniones de solteros, viudos y divorciados a las que ella solía ir con más frecuencia que a la iglesia. Allí también había conocido a su último hombre.
Los hijos criticaron mucho a su madre a lo largo de los años, cuidándose de hacerlo en presencia de su progenitora, pues la querían tanto que no deseaban enemistarse con ella.
Fue cuando ella sufrió un leve infarto, del que se recuperó rápidamente, que sus hijos empezaron a considerar que no era decoroso que una mujer que debía estar preparándose para su próximo encuentro con la cara de Dios se comportara como una joven alocada (en realidad todos ellos pensaban en la palabra “puta”, pero nadie se atrevía a expresarla, porque que eso los convertiría en algo que ya eran por conciencia y que no deseaban ser por etiqueta).
Así fue que los hijos terminaron obligando a Doña Trini a deshacerse de su amante, en aras del decoro y para evitar el “qué dirán”, ese “qué dirán” que a ella siempre le tuvo sin el menor cuidado, pero la anciana terminó cediendo ante las súplicas de sus retoños porque es difícil enfrentarse a media docena de hijos que hacen frente común.
Al mes de despedirse del sexo y la diversión, en total soledad y abandono, Doña Trini era ya otra persona: enfermiza, triste y silenciosa. Difícilmente salía de su recámara y más aún de sus cavilaciones. Todo esto permitió a sus hijos estar más tranquilos, pues su madre era ahora una anciana honorable.
La pobre vieja, que lucía ya de 115, aunque en tres meses apenas cumpliría 89, se sentía peor cada día, al grado de que pidió que le llevaran un sacerdote para que la confesara y la preparara para estar presentable ante el rostro del Señor. Doña Trini falleció el mismo día en que el cura la preparó para dar el paso al más allá.
En el funeral de Doña Trini, los seis hijos rompieron su frente común y comenzaron a destriparse entre sí, peleando rabiosamente por los bienes que quedaron del naufragio lujurioso de su madre. Algún beneficio sacará el sexteto de su pía acción, aunque los que se llevarán la mayor tajada de la rebatiña serán los abogados.
“Nadie sabe para quién trabaja”, solía decir el único esposo de Doña Trini siempre que llegaba a casa.