El camión camarón

Intentando encontrar por fin una manera de mostrar situaciones sin escribir ninguna palabra (lo que podría mejor describirse como buscar el dominio de la cámara fotográfica); me vi de repente viajando en un autobús metropolitano de la ciudad de México con rumbo a Cuajimalpa.
Era un sábado muy alejado de aquel en que un partido político repartía propaganda para reunir en el zócalo capitalino al mayor número posible de personas con el fin de pedir la paz en Chiapas (a pesar de la lejanía de aquél sábado, el motivo de la protesta aún estaba vigente en el presente).
Salí del Metro Auditorio, y descubrí que algunas personas abarrotarían por la noche el nacional recinto para ver una exclusiva presentación de Julio Iglesias (a mí me sorprendió que esa reliquia española de mi infancia y juventud aún diera presentaciones en vivo, pues yo suponía que el veterano cantante ya había heredado sus dones y la adulación del público a alguno de sus vástagos). En ese momento mi mente comenzó a recordarme la canción de «Crazy», pero interpretada por Patsy Cline (¿vino a mi mente porque alguna vez el viejo Iglesias le hizo un cóver o porque hizo alguna vez un dueto con Willie Nelson?).
En la explanada del auditorio, mi prominente nariz pudo ser testigo de uno que otro perfume barato que invade sitios públicos y que, seguramente, es también aplicado en partes privadas. Pregunté la hora a un anónimo individuo que mostraba en su muñeca izquierda el homenaje a su constante preocupación por el tiempo. De esta manera noté que yo había llegado puntualmente a la cita con la persona que, desinteresadamente, se había ofrecido a darme mis primeras lecciones de fotografía, pero a la vez noté que la puntualidad no era recíproca. Pasó el tiempo y me convencí que el desinterés de mi espontánea maestra de fotografía era de una magnitud mayor a la que había yo imaginado. Tras 45 minutos de infructuosa espera, mi Freudiana interpretación de ensueños en vigilia me convenció de que mi paciencia no sería recompensada con ningún conocimiento fotográfico. Teniendo gran parte del sábado por delante, decidí aventurarme a terrenos poco frecuentados por mí en los últimos tres años.
Crucé el paseo de la Reforma, no como cualquier bestia bípeda apresurada, sino que utilicé el andador subterráneo hecho específicamente para evitar que las vidas humanas corran riesgos gratuitos. Una vez del otro lado, me senté a esperar el autobús (ex-Ruta 100) que me condujera a Santa Fe o a Cuajimalpa (el primero que hiciera acto de presencia sería igual de propicio para mí).
El destino, tras hacerme esperar otros 45 minutos (que yo pasé divertido escuchando una y otra vez «Crazy» en mi mente), me envió el autobús a Cuajimalpa. Tras pagar mi tarifa de $1.50, mi vista y mi olfato me recordaron algo que yo había sepultado en los rincones de mi memoria. La vista me dijo que esos autobuses eran justamente el medio de transporte de las personas más humildes y mi olfato comprobó lo falso que es la aseveración de aquellos mexicanos afortunados que han viajado a París para regresar a México y decir que el metro de París «apesta a madres» agregando que “el transporte público en México no huele mal”. Para que esa gente recobre sinceramente el orgullo mexicano, les invito a que de vez en cuando se bajen de sus autos último modelo y viajen una sola vez en uno de estos autobuses populares y comprueben que como México no hay dos (igual y la India).
Viajando en este autobús pensé que si fuera yo un filósofo, escribiría acerca de la relación entre humildad y la higiene (por experiencia parece que ambas características no suelen cohabitar en la misma persona); pero como no soy filósofo, me dediqué a sacar una instantánea verbal sobre el viaje en ese autobús.
Tan lleno como vagón del tren al infierno, el autobús llevaba todos los asientos ocupados, el pasillo atiborrado y los escalones de la salida invadidos por diversos pares de traseros. Contorsionándome y disculpándome, me hice camino hasta llegar cerca de la salida. A mi izquierda viajaba un hombre tan moreno como la mayoría de los demás pasajeros, que en uno de sus popeyescos brazos (esta definición se debe a que los puntiagudos codos de este caballero eran similares a los de Popeye o a los prominentes polos de un bolillo) llevaba un serrucho envuelto en papel periódico de tinta café. De las axilas de este hombre, emanaban los síntomas inequívocos de que él había realizado recientemente una intensa labor física. Frente a mí, iba un grupo de cinco niños que se divertían viendo a través de la ventana los multicolores automóviles que transportaban a desesperados conductores por paseo de la Reforma. Ignoro lo que comentaban los niños debido a que estos se comunicaban en un idioma indígena que, y aquí acepto ignorancia por segunda ocasión en el mismo párrafo, yo desconozco. Una mujer embarazada, probablemente la madre de los cinco niños (y con seguridad madre de otros cinco que estarían en otros puntos de la ciudad), viajaba cortando hilos de colores con un pedazo de botella que portaba en su boca. Los hilos le servirían para hacer más hamacas como las que llevaba dentro de una gran bolsa. A mi derecha estaban tres hip-hoperos aztecas. Estos adolescentes de rasgos tan mexicanos que Jesús Helguera jamás se hubiese atrevido a pintar, vestían a la moda del ghetto negro gringo (grandes playeras de equipos deportivos norteamericanos, gorras piratas de NIKE o de los mismos equipos, holgados pantalones y zapatos tenis). Los tres adolescentes realizaban todos los pasos incorrectos para ligarse a las tres jóvenes que viajaban al final del autobús (su método iba del jocoso insulto hasta la obscena lujuria explícita).
En ese punto descubrí que mi olfato protestaba no sólo por los olores que despedían las axilas del hombre del serrucho, sino por la mezcla de fuertes olores que luchaban por la supremacía olfativa del interior de ese autobús. Sé que sonaré demasiado delicado, pero debo señalar que comencé a sufrir una jaqueca. Mi malestar fue acrecentado por unos insistentes empujones que me propinaba en la espalda una mujer de edad incalculable (esto lo digo porque, debido a que las mujeres de la clase humilde –léase ‘extremadamente indigente’– tienen que trabajar de manera extenuante desde muy jóvenes para mal ganar su sustento diario, al cumplir los 25 o 30 años parecen de 55 o 60). Esta mujer quería, a toda costa, ocupar el pequeño espacio vacío que había frente a mí, y parecía ignorar que por medio de la palabra o quizás por medio de las señales, yo pude haberme hecho a un lado para dejarla pasar.
Es posible que esta mujer estuviese empeñada en violar a toda costa esa ley que dice que dos cuerpos no pueden ocupar simultáneamente el mismo lugar en el espacio y por eso se empeñaba en aplicar todas sus energías contra mí. Evitando cualquier discusión física, dejé pasar a la mujer quien con rencorosos ojos me dirigió su furia (sí, puede que ella no haya comprendido que esa ley natural se aplica, por lo menos aquí en la Tierra); mientras yo oprimí el botón de la puerta para bajar del autobús en la próxima parada.
Por lo menos sí llegué hasta Cuajimalpa. Lo que siguió después no te lo contaré, pues igual y eres alguien que se escandaliza con facilidad, o, si no eres así, pues te burlarías de mí. Sólo quise obsequiarte una instantánea dentro de un autobús.