Aún ahora ignoro qué ocasionó mi risa. Yo era el único que reía.
Todo era, como de costumbre en esas ocasiones, demasiado solemne y monótono.
La gente me miraba extrañada e incluso asustada, pues nada gracioso ocurría allí.
De todas las imágenes respetables y dolientes, no había ninguna que debiera causarme gracia; sin embargo esas mismas imágenes me hacían reír. Quizá tanta pena dramatizada. ¡¿Qué se yo?!
Y no podía dejar de reír, al contrario, con cada intento de autocontrolarme, más me reía. Más sonoras eran mis carcajadas a mayores esfuerzos míos por contenerme.
Pocos asistentes comenzaron a contagiarse de mi risa, sonriendo tímidamente, pero se reprimieron de inmediato. Ojalá hubese sabido cómo lo lograban. La mayoría simplemente incrementó su enojo e irritación hacia mí.
De repente hice lo que debí hacer desde un principio y me fui de ahí lo más aprisa que pude, antes del último santiamén.
Las miradas severas que me arrojaba la gente durante mi salida no hicieron más que provocarme más risa.
A la mañana siguiente fui citado en la sede del Santo Oficio. Confesé todas las culpas que me colgaron durante el primer interrogatorio, no hubo necesidad de un segundo ni de tortura. ¿Para qué?, ¿de qué manera podía rebatir las faltas que me imputaban?, ¿cómo explicar que simplemente no podía dejar de reír durante la misa?
Ahora me conducen a la hoguera para ser quemado por posesión diabólica. Ya no me río, sólo estoy algo sorprendido.