“¡Somos su creación!…”, exclamó enfáticamente la mujer madura con peluca estilo banana split, la Biblia en mano y con la otra apuntando con el índice al techo, tratando de convencer a otra mujer mucho más joven que ella con quien departía un café, “…¿cómo no va a amar SU creación?”.
Yo estaba sentada a la mesa contigua de esa señora, cuyas palabras me hicieron recordar, por misteriosas asociaciones mentales, al doctor Frankenstein, quien por cierto no amaba mucho a su creación.
“Somos sus hijos, ¿cómo no va a amar a sus hijos?”, continuó la de la peluca en su proselitismo espiritual.
Yo pensé en muchas madres desnaturalizadas y en otras cuya reserva de amor es como un tanque de gasolina vacío en el desierto.
Indudablemente la mujer madura estaba haciendo todo lo posible por encauzar a la joven por el buen camino de la fe. La chica trataba de justificar su descarriada existencia mencionando los clásicos abusos de la Iglesia desde las asquerosidades que por mucho tiempo fueron escudadas tras el Marcos 10:14, “dejad que los niños vengan a mí”, hasta otras críticas menos de moda las guerras bendecidas por el Vaticano, pasando por la Santa Inquisición.
Pero la mujer madura se consideraba más leona de Dios que Pablo, e insistía una y otra vez en el amor, en ese amor en el que a veces cuesta tanto creer, recalcaba que el amor de Dios es GRANDE, y GRANDE será la dicha en el más allá para aquellos que superen la prueba (¿inspirada en el Sermón de la Montaña?). La chica respondió que hay mucho sufrimiento en el mundo, pero la madura arremetió sentenciando que no hay amor sin dolor (¿inspirada en Sade o en Masoch?) y que amar siempre implica un sacrificio.
Yo me pregunté: ¿En dónde traerá puesto el cilicio esta mujer? ¿Debajo de la peluca, en un estilo a la corona de espinas? Amor y sufrimiento, binomio inseparable de la felicidad católica medieval. Y si Dios abusa un poco de tu fuerza, humano, permanece tranquilo y sonríe, Dios lo hace porque te quiere y reconfórtate con el Kempis para luego ofrecerle al Señor todas tus penas (al menos las cabras y los bueyes salieron ganando con esta nueva modalidad sacrificial). El cadenero del Reino de la Felicidad Eterna parece que da prioridad de entrada a quienes llegan con la espalda flagelada.
¡¿Qué tal si la Gloria prometida no es más que un paraíso de los masoquistas?! Que en el Cielo la felicidad radique en los azotes y el rechinido de dientes a los que te acostumbraste en el más acá para ganarte el acceso al Edén del dolor?…
Ante tan espantosas ideas mías, me alejé lo más pronto posible de ese café, pero en mi mente resonaba el eco de la voz de la mujer madura diciendo: “Somos su creación, ¿cómo no va a amar a su creación?”