El tercer Twinky

Sugerencia de escritura del día
¿Qué comida te transporta inmediatamente a tu infancia?

Hacer un testamento no significa que uno piense que morirá pronto, que tenga planeado adquirir un boleto de ida al más allá, para no regresar jamás a Lagrimalandia. No debemos pensar así. Hay gente que realiza su testamento antes de empezar a notar buitres sobrevolando en círculo sobre su cabeza, con la anticipación suficiente, porque uno nunca sabe cuando llegará al límite de su historia personal, y para no dejarle nada al Estado o al pútrido gobierno en turno (todo pueblo tiene el gobierno que se merece, y en general los pueblos son unos jodidos ignorantes que no saben ni jota, sobre todo en América Latina) lo mejor es realizar un testamento. De paso, el testamento significa también no dejar problemas a los supervivientes que seguirán respirando, para cuando nosotros no lo hagamos más.

Así pensaba un tipo mientras recogía su testamento recién elaborado, para guardarlo y que, para cuando él muriera, el documento estuviera a la mano de la gente que él quería. Por ley del menor esfuerzo fue a dictar su testamento en la misma notaría en que lo hizo su padre, en esa zona de oficinas donde el tipo solía trabajar. Hacía cuatro años que por una de las periódicas crisis económicas de la globalización él había sido despedido, por lo que esa zona era ahora algo ajena para él, pero lo suficientemente familiar para saber de un lugar donde dictar oficialmente su legado.

Recogió su testamento una fría mañana de diciembre y salió feliz y tranquilo del establecimiento del notario, ahora el tipo podía morir sin preocupación, aunque no planeara hacerlo pronto.

Como le sobraba tiempo, decidió dar un recorrido por esa zona que solía conocer tan bien.

Cuatro años y todo parecía cambiado, los pequeños negocios de antes, que cuando el tipo trabajaba ya tenían más de 30 años de historia, habían quebrado, y ahora todo era comida rápida, sucursales de restaurantes de cadenas mundiales y tiendas caras para gente pudiente (políticos y ladrones, en su mayoría). Los trabajadores de la zona parecían la misma clase de siempre: jóvenes, en su mayoría, vistiendo para parecer lo más gringos posible. Globalización.

El tipo notó que las historias, dramas o comedias parecen ser siempre los mismos, y que lo único que cambia son los escenarios. La gente envejece, pero siempre hay gente naciendo cada día, que también envejecerá a cada hora.

El tipo decidió entrar en una tienda y ver si aún vendían los twinkys. Sí, de hecho allí estaban, twinkys de vainilla. Desde su lejana infancia no había probado de nuevo un Twinky. ¿Por qué recordó esos pastelillos cremosos, rellenos y secos, mantecosos y grasientos, nada saludables? Quizá a veces los recuerdos se agolpan sin orden ni discernimiento, y llegan así para aplastarnos sin consideración alguna.

Puede uno estar recordando algo que sucedió hace 4 años, y la memoria se revuelve con recuerdos de la universidad o quizá de la primera infancia. Si te llega a suceder algo así, podrás presumir que ya te pueden llamar viejo.

El tipo compró una bolsa de twinkys, sorprendiéndose un poco de que ahora se incluyeran tres en el paquete, pues cuando él los consumía, sólo venían dos. Nunca le gustó el sabor de esos pastelillos, pero el placer que le producían era algo que siempre consideró extraño y extravagante.

De niño solía comerlos de uno en uno, lentamente, masticándolos hasta hacer el bolo masudo adecuado para que bajara por la traquea, un bolo seco que al descender hacia el estómago se iba atorando un poco por el camino, ocasionando una especia de asfixia momentánea, que el niño de antaño siempre consideró placentera.

Cuando el niño se hizo hombre nunca le dio por practicar esas piruetas o sensaciones amatorias que tienen que ver con asfixias. No, la asfixia sólo la había buscado en los asexuados twinkys, pero de eso ya hacía mucho tiempo.

Y ahora allí estaba él, en un escenario de su pasado laboral oficial, con una bolsa de twinkys recién comprada y como traída de un lejano ayer. Decidió ir a sentarse en una parada suprimida de autobús (curioso que aún estuviera allí esa banca, cuando hacía muchos años se había prohibido el paso de autobuses por esa calle), la misma banca en la que cuando trabajaba por el rumbo, se sentaba a leer novelas clásicas durante su hora de comida.

Se sentó, nadie más estaba allí, ¿qué caso tiene ponerse a esperar autobuses en un lugar por el que estos jamás pasarán? El tipo miró un par de anuncios en la parada, curioso que aunque suprimida hacía tanto tiempo, en la parada había carteles de publicidad reciente. El nuevo producto de Apple por un lado y Miranda Kerr anunciando diamantes en el otro.

Al ver el rostro de la modelo, aún de moda por ese entonces, un tanto lejos de ser otra Top Model más en el cementerio de las olvidadas, de las ancianas de 40 años que dejan de ser contratadas. El tipo, mientras miraba a Miranda Kerr recordó a una chica de la zona lagunera, llamada Sofía.

Otro recuerdo, pero éste era de hacía unos 13 años. Sofía tenía un rostro dulce, angelical e infantil, como el de Miranda Kerr, bastante parecido al menos, lo cuál hizo pensar al tipo que las apariencias suelen engañar. ¿No lo cantaba Elvis? Hay mujeres que son demonios disfrazados. Miranda Kerr quizá era como Sofía, una mujer calculadora y peligrosa, con disfraz de ángel inocente, dispuesta a reventar pelotas y bolsillos.

El tipo casi olvida sus twinkys. Pensando en Sofía/Miranda Kerr, abrió la bolsa y se zampó el primer pastelillo. Sí, la sensación seguía allí, la masa masticada se atoraba un poco al bajar por el tracto. Pero no resultó tan placentero como lo recordaba. Había que intentarlo de nuevo.

Así se echo a la boca el segundo twinky, el sabor también era distinto. ¿Será que el tiempo además de arrugarnos y jodernos, también se roba el gusto, tanto de la lengua como de la vida? ¡Mierda!

El twinky segundo se atoró más que el  primero, ocasionando una asfixia leve, pero no placentera. Al sentir que se atoraba el alimento, el tipo miró a un par de guardaespaldas que vigilaban las compras de su ama en una tienda de joyas (precisamente la que anunciaba Miranda Kerr en el cartel). ¿Quién sería la mujer que los dos guarros cuidaban? ¿La esposa o la hija de un político prepotente (valga la redundancia)? ¿La amante en turno de un vejete mejor parado entre su pandilla de bandidos que su miembro bajo las sábanas? ¿Qué tal si era Miranda Kerr comprando algo por aquel lugar?

El pensamiento hizo reír al tipo que mientras se distraía mirando a los guardaespaldas. Recordó el tercer twinky, ese extra que lo retaba a romper con la tradición de los dos pastelillos atorados. Decidió tragar el tercer twinky, sin dejar de reír. La asfixia en esta ocasión fue más marcada, el tercer twinky bajaba y de repente se detuvo en la tráquea obstaculizado por el segundo que aún no había terminado su trayecto. Se formó un obstáculo insalvable al colisionar los dos pasteles. El tipo cayó de la banca, con las manos en su garganta. Sus pulmones exigían el aire que de repente les fue negado. Imposible hablar, imposible gritar, pataleaba en el suelo, mientras su rostro pasaba del rojo al morado en un tiempo récord.

Los guardaespaldas lo miraron de reojo. Pero fingieron no verlo, su trabajo era cuidar a su ama, quien salió de la joyería. Era una mujer de unos 50 años con aspecto de hastío, con cara deformada por operaciones mal hechas, o quizá bien hechas, pero que por haber sido muchas le destrozaron las facciones humanas, vestida con caras pieles de animales en extinción y con una pulsera que brillaba hermosamente bajo el sol.

Lo último que vio el tipo del twinky, abandonado sin que nadie fuera a ayudarle y antes de pasar al lugar donde todos tarde o temprano llegamos, fue que la fulana no era Miranda Kerr y que las piedras preciosas de la pulsera brillaban bellamente bajo el sol.

Fue un error que el tipo hubiera comido el tercer twinky, pero un acierto que hubiera hecho su testamento.

tuinki

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