«Bienvenido a la nada», le dijo el agradable anciano de túnica blanca, beatíficas facciones y llaves en el cinto, quien abrió la gran puerta dorada, ubicada en medio de la intensidad vacía de color negro perpetuo.
«Gracias, ¿pero dónde estoy?», preguntó el recién llegado, algo atolondrado y gelatinosamente temblando, tratando de recuperar sus recuerdos más recientes.
«En la Nada», le dijo el viejo de bonachona estampa, cerrando la gran puerta con una de sus muchas llaves.
«Pero no entiendo», dijo el extraño, «lo último que recuerdo es ir rumbo a la sala de operaciones en una camilla y sintiendo cómo la anestesia surtía efecto…»
Y se interrumpió. Empezó a atar cabos. La operación, según le habían dicho, era complicada, pocas probabilidades de éxito, pero necesaria. El seguro no cubría nada, y su familia naufragaría en las deudas después de eso. Sin embargo, era necesaria para que él pudiera vivir más…
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