«¡Eh, tío!», grito el jardinero añoso de blancos bigotes haciendo una necesaria pausa en su trabajo, que pocos minutos antes había comenzado. Eran apenas las 10 de la mañana de lunes. La edad de este viejo jardinero estaba dentro de las 8 décadas, pero aún se mantenía activo trabajando. Era delgado y muy sano, era un jardinero, de la vieja escuela, con podadora manual, no esas de gasolina que hoy se acostumbran, que además de contaminar acústicamente calientan el planeta.
Cuando era muy joven, este jardinero se vino a la ciudad desde su campirano pueblo, uno de esos cuyo nombre termina en «…an». Vino porque en este país nadie puede vivir del campo, no hay apoyo para los campesinos, así que o te vienes a la ciudad o te mueres de hambre. Al menos así era cuando el jardinero era joven, pues hoy existe una tercera opción que consiste en colaborar con el narco, pero esto no sucedía cuando el jardinero era joven y decidió venirse a la ciudad.
Recién llegado a la ciudad, este hombre empezó a trabajar de ayudante de jardinero con un paisano suyo, que se encargaba de cuidar y arreglar los jardines de una sección de un fraccionamiento por entonces recién inaugurado en el Poniente de la gran ciudad. Poco a poco el lugar se fue llenando de más casas, habitadas casi todas ellas por jóvenes parejas de clase media que buscaban un lugar propio y un patrimonio para sus hijos. Hoy muchas de esas parejas son ancianos o simples difuntos olvidados, pero el jardinero sigue cuidando y arreglando los jardines de los nuevos propietarios.
Este jardinero no era competidor de don Antonio, otro jardinero del mismo fraccionamiento que cuidaba y arreglaba el jardín de la casa de mis padres y los de muchas otras familias. Nosotros vivíamos en la parte más nueva del fraccionamiento, prácticamente en la punta de un cerro, y los dos jardineros llegaron de manera pacífica al acuerdo de que Don Antonio se encargaba de las casas de arriba y el jardinero que hoy es viejo de las casas de abajo.
Don Antonio estaba tuerto, y siempre usaba una gafas oscuras que lo hacían parecerse a Ray Charles mezclado con Cantinflas. Siempre creí que don Antonio tenía sangre africana en sus venas, pero nunca se le pregunté. Algunas personas contaban que el ojo faltante lo había perdido don Antonio en un lío de faldas y, sí, el hombre era famoso por sus conquistas, y en cualquier zona del fraccionamiento casi no había sirvienta (como en ese pasado se les llamaba a las empleadas domésticas o especialistas en técnicas de limpieza para el hogar) que no hubiera sido seducida o de perdida cortejada por don Antonio; además había muchos niños que llamaban «papá» al jardinero tuerto. A todos sus retoños, don Antonio los apoyó dándoles educación primaria, para que al menos pudieran leer y hacer cuentas, ya de ahí en adelante dejaba que cada uno se las arreglara por sí solo.
Lo que más recuerdo de don Antonio es algo que ni siquiera presencié. Dicen que él solía preguntarle siempre a un vecino mío cuyo rostro tiene un rictus como de pena constante: «¿por qué llora joven?». Lo decía además con una sonrisa, imagino que le divertia molestar a mi amigo cada que se lo topaba. Cada vez que don Antonio le hacía la acostumbrada pregunta, a lo bajo mi amigo siempre respondía: «pinche viejo, ¿por qué siempre me pregunta lo mismo?».
Don Antonio trabajó muchos años, tenía que hacerlo o se quedaba sin comer, y cuando dejó de trabajar por la artritis o porque comía mucha carne, uno de sus muchos hijos se hizo cargo de él. Entonces el viejo jardinero tuerto recorría el fraccionamiento por donde solía trabajar, ya sin gafas oscuras y sin sus herramientas laborales como para recordar jardines y sirvientas. Un día desapareció y ya no lo vimos más.
«¡Eh, tío!», gritó esta mañana, alrededor de las 10, el jardinero viejo de blancos bigotes, este mismo que posee una antigua podadora manual cuyas agarraderas metálicas parecen cromadas por tantos años de uso, y quien desde hacía unos minutos arregla y recorta el jardín de esa casa que ha recordado y cuidado por casi 45 años. Ese grito se lo dirigió a un vecino conocido suyo que le responde de la misma manra: «¡Eh, tío!».
El octagenario jardinero bigotón, al ver que su vecino va en dirección contraria a la del rumbo donde sabe que labora, le pregunta: «¿A poco ya acabaste?, si apenas empieza el día». El vecino, sin detenerse, responde: «Pues sí tío, ya», y se pierde de vista al doblar la esquina. El viejo jardinero levanta las cejas y tomando su podadora le grita al vecino que se aleja: «Con razón México nunca avanza».