El helado gris (el sabor de la soledad)

Pasa, como las ciruelas que se arrugan, que sin aventuras la vida pierde su encanto, se estanca, varada como el barco sin tripulación que encalló en las arenas del tiempo que no perdona. Las palabras que no se dicen forman herrumbre y son el combustible que se echa a perder por falta de chispa, como la eterna novia amarilla, al final ya no hay nada que decir. No se ejercita el habla y se termina enmudecido, enmohecido. El abandono es un fardo que realmente no es fácil de soltar una vez que ha sido el compañero más constante. Si tienes la fortuna de tener con quién platicar, no lo dejes, aprovecha, pues no sabes cuándo se presentará la siguiente oportunidad. Sucede, como al sauce que llora, que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido, y después del niño ahogado ya para qué tapar el pozo. Recomiendan que no es bueno guardar el mejor vino en cueros viejos, y no es bueno tampoco que los ancianos se encueren aunque estén demasiado envinados. Aquí me tienes, escribiendo a falta de oyentes y de hablantes, sacando lo poco que me queda, eso que tanto se parece a la nada. Haciendo caso omiso a la naturaleza, sin sumisión, salí en dirección equivocada, de alguna manera tengo que reencontrar el camino, la contramano o el sentido contrario y no el que es dado por sentado. Parado. Acontece, como al acólito alcoholizado, que todo pierde sentido y se eclipsa a Dios. Hasta luego o hasta nunca. El vacío es asomarse a la oscuridad infinita, sin estrellas, sin cariño, sólo aire enrarecido y las imágenes de recuerdos que se van deslavando como las telas al sol. Lo malo se olvida y lo bueno se magnifica. Se pierde el sentido a ser objetivo. Las fantasías se van empobreciendo y los cuatro muros se estrechan. Asfixia. El gris se va convirtiendo en el color reinante. Sólo queda esperar, quién sabe qué o a quién, pero esperar. A esto sabe la soledad.

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